29 de abril de 1956.

Querida madrecita.

Llegamos hasta Polvaredas con el cuerpo y alma partidos. Poco a poco y con la inocente alegría de los niños, el viaje en tren mejoró y no fue tan malo como yo pensaba. Estuve desconsolada, eso sí. Estuve hecha un mar de lágrimas todo el camino desde que salimos, desde que te besé por última vez en la estación y te hacías cada vez más chiquita mientras el tren se alejaba. No fue sino hasta que los niños despertaron y se pusieron a jugar, que dejé de llorar. Tuve que limpiar mis lágrimas y poner el mejor semblante posible. La vida de una mujer no es otra cosa que seguir a su marido hasta donde él vaya. ¡Cómo me hubiera gustado haber nacido hombre como mi hermano Juan! él no tendrá que dejarlos a ustedes y morir de tristeza. Sé que debo estar ilusionada por tener una vida nueva y conocer nuevas personas. Tener una familia junto a Pedro y los niños debería ser el punto máximo de la felicidad, pero la tristeza de dejarlos a usted y a mi papá es grande. Por suerte los niños tienen harta ropa caliente, este parece que es un lugar muy frío. Ya estaré ocupada con los deberes de la casa y espero verlos más pronto que tarde.

Tu hija, Sofía.


10 de mayo de 1956

Querido Juan

Tu hermana Sofía parece triste, los niños necesitan a una madre activa y alegre, que se ocupe de los quehaceres de la casa y se haga cargo de ellos. Mi tiempo es apenas justo para atender la estación del tren. Pronto llegará el invierto y habrá mucho menos gente transitando por acá, así que debemos prepararnos si no queremos morir de hambre y de frio.

Es mayo y el viento cala hasta los huesos, tu hermana no puede imaginar cómo será todo cuando llegue el invierno. Ella ha estado hecha un lío y un manojo de nervios. No sé cómo lidiar con esto. Espero que pronto vuelva a ser la misma de antes, porque necesito su apoyo. Los niños la adoran, y eso me hace feliz, pero la veo triste, parece enferma y decaída, ha de ser por este montón de polvo y de frio. Las noches son lo peor.

Pedro.


30 de mayo de 1956

Querida madrecita.

Hace frio, mucho. La señora de la tienda me ha dicho que durante el invierno nadie viene por Polvaredas. Es un viaje muy peligroso atravesar la cordillera con tanta nieve. Desde hace casi un mes que los vagones de pasajeros llegan casi desocupados, por suerte, unos pocos viajeros se quedarán acá durante el invierno, eso dará un poco de alivio al comercio. También me ha contado que este pueblo era prácticamente nada, todo cambió cuando la primera de las esposas de los trabajadores del ferrocarril decidió venir a hacerle compañía a su marido. Después de ella la siguieron varias, pero tuvieron que pasar años hasta que otras se atrevieran.

El pueblo tiene vida ahora, hay escuelas, pulperías, tabernas, iglesias. Nada de eso había cuando los trabajadores de la estación estaban solos. Es una lástima que hayamos llegado justo cuando empieza el invierno. Aunque tengo pocos ánimos, espero poder ayudar a que siga prosperando la vida en el pueblo, esa vida que le han dado tantas mujeres durante todos estos años, porque todas ellas han logrado levantar los ánimos de los trabajadores.

Tu hija, Sofía


5 de junio de 1956

Querido Juan

Es de suponer que estemos bien Sofía, los niños y yo. A pesar del clima tan difícil, queremos vivir aquí. Es una pena que Sofía se vea tan frágil, yo he querido darle una vida nueva, pensé que estar juntos, con los niños, lo cambiaría todo. Temo que será necesario que pasen unos días en Santiago. Yo debo ir a Mendoza durante una temporada, no creo que sea posible para mi atender mis asuntos al tiempo que me encargo de ella y los niños. Por favor, recíbelos.

Pedro





31 de agosto de 1956

Mi muy estimada señora Lucía.

Seguramente le extrañará recibir una carta de mi parte y más le extrañará que hayan pasado tantos días sin recibir noticias nuestras. Sus cartas han sido recibidas y las hemos leído una y mil veces. El invierno parece estar llegando a su fin y eso supone la partida de una pesada carga emocional, porque sabe usted que el frio y la monotonía que éste provoca, son una mala compañía para cualquiera.

Sus nietos son los únicos que parecen tener una idea distinta, se aventuran a jugar en los campos llenos de nieve y parece que han logrado hacer nuevos amigos, usted sabe cómo son los niños, se facilitan la vida sin poner barreras emocionales de ningún tipo. Pienso que mi vida no sería nada sencilla si ellos no estuvieran acompañándome en estos momentos.

La pena me embarga hasta lo más profundo de mi ser, he querido escribir esta carta miles de veces y cada uno de los intentos ha terminado siendo un fracaso. Es imposible poder explicar la pena inmensa que pesa sobre mi alma tener que ser portador de tan malas noticias. Sé que prometí cuidar a su hija, pero me temo que no he sido capaz. Mi promesa de amarla y respetarla hasta que la muerte nos separe ha llegado finalmente a cumplirse y Sofía se ha ido, dejando conmigo solo oscuridad y tristeza. Prometí dar a Sofía todo lo mejor en vida y me lleno de culpa de imaginar que quizás esta vida acá en Polvaredas, a la mitad de la nada, en medio de la cordillera, en un lugar que no es Chile y no es Argentina, jamás llegó a ser feliz como me empeciné en creer. No soy capaz de soportar tanta tristeza que sé que sentirá al recibir esta carta con tan terribles noticias.

No soy capaz de vivir del recuerdo tampoco. No hay nada que calme mi angustia, pero sí muchas razones para atizar el fuego que quema mi alma todos los días. Su olor impregnado en sus ropas, su voz que aún retumba en mis oídos. Sus hijos que son el vivo retrato de su madre. Nada me calma, todo me perturba.

Espero que comprenda que no puedo vivir de esta manera. Los hijos de Sofía, sus nietos, llegarán a Santiago la siguiente partida del tren que será al finalizar septiembre, espero que el recuerdo de Sofía permanezca en los rostros de esos pequeños y le den paz, esa paz que a mi me roban a cada segundo al mirarlos.

Lleno de una tristeza infinita, Pedro.

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