No podía concentrarme, mi corazón latía con fuerza y mi respiración se entrecortaba. No podía encontrar su pulso, su piel parecía pálida o no, no podía ver. Sus labios estarían azulados, supongo. Había mucha sangre alrededor, no supe desde dónde brotaba.

Ninguno de mis profesores de la Universidad habría apostado por mi futuro como doctor al verme atender ese caso.

Pero…

No se trataba de un paciente en una mesa de operaciones, sino de una persona tendida en el pavimento de ese callejón oscuro. No era un cuerpo cualquiera, sino el cuerpo de Eugenia, el amor de mi vida.

Yo era capaz de hacer lo que fuera por ella. Ella no sería objeto de mis cuestionamientos, Eugenia era la última palabra, el deseo, la verdad absoluta, la razón de mis días, mi vida.

Víctor había sido el primero en hablar. Víctor también fue el primero de la lista de mis amigos a quien dejé de frecuentar.  Hice oídos sordos a todo lo que escuché sobre ella, no importaba quién lo decía. Están llenos de envidia, me dije. La envidia de mis amigos por verme con ella y la de mis amigas por preferirla. 

Los curiosos empezaron a aparecer de todas direcciones, mis torpes maniobras para intentar detener la hemorragia. Un masaje cardiaco sin fuerzas, sin ritmo. En los intentos de respiración boca a boca se mezclaban mis lágrimas con ese deseo ardiente de besar sus labios.

– ¡Una ambulancia! – grité 

Nadie hizo nada, parecían estatuas, tan solo miraban mi desconsuelo.

La ambulancia tardó más de lo que tardó la policía.

Todo era confuso, muy confuso. Su mirada en la mía. Mis manos atadas a unas esposas. Yo en una patrulla. Él libre. Ella muerta.

Mis huellas en el arma, el casquillo de un solo disparo en el piso. El disparo era para Víctor, pero sabía que, si Víctor no estaba, estaría otro, cualquiera menos yo en la vida de Eugenia. Una fracción de segundo bastó, un levísimo movimiento de mi muñeca y la dirección de la bala ahora hacia ella. 

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